Ayer volvía a casa en coche (¿cómo carajo quieren que vuelva si no, arrastrándome sobre mis testículos desollados?), escuchando el álbum Pilgrim de Eric Clapton a un volumen capaz de hacer que las erupciones de El Hierro se retrotrajeran, y me dio por pensar en mis amigos.
No, eso está mal expresado… Pienso en mis amigos a menudo, normalmente para cagarme en sus putas madres desde el cariño y el más profundo de los respetos, por supuesto. En realidad me puse a pensar en el momento en que algunos de los orcos a los que hoy considero amigos pasó a tener tal consideración cuando, unos momentos antes, era un perfecto desconocido.
Hay muchas formas de hacer amigos, y cada forma tiene un número de variantes. Por ejemplo, un clásico es el-amigo-del-colegio, ese que no conocías cuando te sentaste a su lado en el pupitre, pero que ya era tu amigo del alma a quien hubieras entregado el culo de tu hermana a la hora del recreo.
Luego están los amigos de borrachera, aquellos a los que normalmente escupirías pero a quienes, en un rapto de exaltación etílica, juras amistad eterna para descubrir con horror, a la mañana siguiente, que eso que tienes al lado no es una tía… Er… No, creo que me estoy confundiendo de historia.
Luego hay amistades que se van creando de forma progresiva, sin darte cuenta. Un buen día estás en el baño haciendo aguas mayores y te das cuenta de que esa persona con la que tienes trato es tu amiga como por arte de birlibirloque. ¡Y tú sin celebrarlo con whiskey, humo y putas, como es preceptivo! Me hago viejo.
Esto que les he contado por comprensión puede enunciarse por extensión, pero quiero limitarme a tres de mis amistades con inicios mas raros. Tengo los recuerdos de cada una de ellas clavados como postes en el pantano cenagoso de mi memoria, y eso tiene su mérito.
Caso de éxito #1
Aaaah, mi amigo Víctor. Es uno de mis más viejos amigos. Hace 23 años que nos conocemos, y aunque hemos perdido bastante el contacto, todavía nos llamamos de tarde en tarde.
La forma de conocernos hubiera sido de manual (dos perfectos desconocidos que se sientan juntos en clase de 1º de BUP), si no hubiera sido por el inevitable conversation starter, que fue un poco raro. Es como eso que les digo siempre de que los friquis son un poco como los perros, reconociéndose por el aroma del orto. Pues eso.
El caso es que el hombre hacía gala de sus conocimientos sin saber que yo leía enciclopedias para desayunar (no busquen mi modestia, que saben que no tengo). En estas que me hace un dibujo de una forma convolucionada y me pregunta que qué es aquello, poniendo mirada pícara.
«Eso es un ammonites», le respondí yo.
Por supuesto, él esperaba que respondiera «un caracol».
Se me quedó mirando como si me hubiera salido un grueso y jugoso pene en medio de la frente. En ese momento supimos que íbamos a ser amigos para toda la puta vida, porque, ¿quién cojones te hace un dibujo de un fósil en medio de clase para que adivines qué es? ¿Y quién coño puede adivinarlo?
Estaba cantado.
Caso de éxito #2
El siguiente de mi lista no es otro que el inefable bleuge, compañero de fatigas y fricadas en la universidad. Para que se pongan en situación, allá por el 92 (sí, eso es en el puto siglo pasado), estar en clase de 1º en la Escuela Universitaria de Informática de la ULPGC significaba compartir techo con otros 300 desharrapados que intentaban sentarse lo más cerca posible de la tarima para no perderse las, por otro lado incomprensibles cosas, que soltaba el torturador Jack Bauer del tres al cuarto profesor de turno.
Yo le tenía el truco cogido a eso de pillar sitio porque formaba parte de una banda de desgraciados que se dedicaba a halagar, coaccionar o directamente ahostiar (eso es mentira, pero queda bien) a quien osara ocupar nuestros sitios.
El caso es que un día, por casualidad, no pillé mi sitio habitual, así que tuve que ponerme como 200 metros más atrás, donde no me enteraba de absolutamente nada. Y, casualidades de la vida, había dos tipos con pinta de raros (corrección: tenían la misma pinta que cualquier hijo de vecino allí dentro; la acumulación de anormalidades cambia tus criterios de percepción) hablando de fractales.
En cuanto oí la mágica palabra pegué la oreja y me pegué el resto de la clase atendiendo a la clase magistral que bleuge le estaba soltando sobre fractales al que tenía al lado (Tony, creo que se llamaba). Yo había leído algo sobre generación del conjunto de Mandelbrot en una novela de Arthur C. Clarke (creo que era El espectro del Titanic, pero no estoy muy seguro), así que lo tenía fresco.
Cuando acabó la clase me acerqué a olerle el orto a hacer el reconocimiento, le solté cuatro paridas que había leído sobre geometría fractal, y ya está. Amigos para siempre como dice el engendro de canción ese DIOS LOS MALDIGA.
Bleuge y yo tenemos cierta insana y absolutamente involuntaria tendencia a encontrarnos en el Mercadona, pero eso no quita para que seamos amigos, faltaría más.
Qué recuerdo más bonito y maravilloso.
Caso de éxito #3
El tercer caso que les voy a contar es de tipo etílico. Verán, no sé qué hacen ustedes cuando se emborrachan, pero yo hablo más de lo habitual.
¿Han sentido un escalofrío subiendo por su columna vertebral? Bien, eso espero. Es lo correcto. Porque, oh querido lector, tú que me conoces como si me hubieras parido, sabes que yo, normalmente hablo. Mucho. Imaginen, si pueden, eso multiplicado por 10 y con la lengua pastosa.
El acabose.
El caso es que salí con mi grupo de amigos, todos bestezuelas prepúberes dispuestos a… Bueno, en realidad éramos unos desgraciados que lo único que queríamos era salir de juerga. Y nos juntamos con otro grupo de bestezuelas prepúberes el cual intersectaba a nuestro grupo en uno o dos de nuestros miembros, de forma que un par de desgraciados eran doblemente desgraciados por el hecho de pertenecer a dos pandillas diferentes a la vez. Eso les hacía blanco de nuestro mudo desprecio. O quizás no. No me acuerdo.
Por estas casualidades de la vida vine a dar al lado de un tipo que se pasaba el rato sorbiendo por la nariz y con cara de estar más loco el hijoputa que una rata de albañal.
Recuerdo con claridad diáfana que lo primero que pensé es «ños, este hijoputa toma coca en lugar de cereales para desayunar». Por lo de la nariz, ya saben.
Luego resulta que tenía un problema con el tabique nasal, pero eso no es óbice para pensar mal de la gente. Mi abuela decía «piensa mal y acertarás», y mi abuela sí que sabía.
El caso es que empezamos a hablar, no sé bien por qué, de la Blitzkrieg de Polonia en 1939, un tema de lo más común cuando llevas tanto vodka arriba que la expresión «combustión espontánea» cobra un significado ominoso. De ahí pasamos a discutir las implicaciones éticas de la Kristallnacht y nuestra afición por los regímenes totalitarios fueran del lado que fueran.
Nosotros seguíamos hablando sobre la caída del tercer Reich cuando ya todos los demás se habían ido a buscar hembra por ahí. Debe de ser por eso que nunca se me dio muy bien eso de ligar.
Al finalizar la noche nos despedimos efusivamente, no sin antes jurarnos eterna amistad y bla bla. Claro que, a la mañana siguiente, con el sol clavándose en mis ojos como si me estuvieran soplando cristal molido a través del cerebro, ya no tenía tan claro por qué hostias me había pegado hablando toda la noche de la Alemania nazi con un posible cocainómano.
Nos volvimos a encontrar, sobrios, el fin de semana siguiente (aunque el estado de sobriedad, obviamente, no nos duró mucho). Tentativamente nos pusimos a hablar sobre la caída de la República Romana y los primeros días del Imperio Romano, a ver si aquello había sido un espejismo en el fondo de la botella de Turgueniev. Pero no, resulta que empatábamos.
Y amigos somos, hasta la fecha. Quién puñetas lo iba a decir.
Conclusión
No hay. Si quieren moraleja, léanse un cuento de Perrault, carajo.
Bueno, sí… Que si se encuentran a una persona que les dibuja un ammonites a la vez que le explica la naturaleza fractal de ciertos fósiles mientras suspira de nostalgia añorando los días de playa en el norte de África estando en la Wehrmacht, cásense con ella.